Se puede elegir la tura, la invención, es decir el tornillo o el auto del juguete. Así es como París nos destruye despacio, deliciosamente, triturándonos entre flores viejas y manteles de papel con manchas de vino, con su fuego sin color que corre al anochecer saliendo de los portales carcomidos. Nos arde un fuego inventado una incandescente tura, un artilugio de la raza, una ciudad que es el gran Tornillo, la horrible aguja con su ojo nocturno por donde corre el hilo del Sena, máquina de torturas como puntillas, agonía en una jaula atestada de golondrinas enfurecidas. Ardemos en nuestra obra, fabuloso honor mortal alto desafío del fénix. Nadie nos curará del fuego sordo, el fuego sin color que corre al anochecer por la rue de la Huchette. Incurables, perfectamente incurables, elegimos por tura el Gran Tornillo, nos inclinamos sobre él, entramos en él, volvemos a inventarlo cada día, a cada mancha de vino en el mantel, a cada beso del moho en las madrugadas de la Cour de Rohan, inventamos nuestro incendio, ardemos de dentro afuera, quizá eso sea la elección, quizá las palabras envuelvan esto como la servilleta el pan y dentro esté la fragancia, la harina espojándose, el sí sin el no, o el no sin el sí, el día sin Manes, sin Ormuz o Arimán, de una vez por todas y en paz y basta.
Andábamos sin buscarnos pero sabiendo que andábamos para encontrarnos.
Cortázar
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